Chamario
Chamario
Polo, Eduardo
Ballester, Arnal (ilustrador)
Ediciones Ekaré Calibroscopio
2013 (Edición especial para el MEN)
Tal como explica Eugenio Montejo en el texto que sirve como prefacio a Chamario, Eduardo Polo es un escritor vinculado al grupo de los “colígrafos”, poetas reunidos en torno a Blas Coll, tipógrafo de principios de siglo XX de un pequeño pueblo de pescadores llamado Puerto Malo. Cuando el poeta partió de allí para dedicarse a la música y la arqueología marina, destruyó todos sus escritos. Lo único que perdura es su colección de rimas para niños, publicada por Coll en su taller, a partir de la cual Elena Iribarne preparó esta edición ilustrada por Arnal Ballester.
Chamario es, de acuerdo con su subtítulo, “un libro de rimas para niños”, pero es también mucho más que eso. La palabra “chamario” deriva de “chamo”, vocablo con el que en Venezuela se llama afectuosamente a los niños. Este juego con la palabra que se evidencia en la operación de titular el libro es una excelente puerta de entrada a lo que encontraremos cuando recorramos sus páginas.
El volumen reúne veinte poemas surgidos de un juego con el habla popular venezolana en el que se recuperan y revalorizan las operaciones desparpajadas con las que la voz de los niños saben refrescar el lenguaje. Palabras y letras que se alteran y alternan, se arman y se quiebran, como en una ronda infantil, como en la mesa de un tipógrafo: “La bici sigue la cleta/ por una ave siempre nida/ y una trom suena su peta… / ¡Qué canción tan perseguida.” “Todavía no comprendemos que escribir para los niños es algo perfectamente serio”, aseguraba Polo en un artículo publicado en La Gaceta de Puerto Malo, y esa seriedad se evidencia en su escritura que habla desde el humor y el disparate, desde la irreverencia que le permite desarmar y rearmar el lenguaje, como en “Al Revés”: “Su luna es anul,/ su sol es un los/ es luza el azul/ y soida el adiós”. La materialidad de la palabra es accionada por el hablante lírico y por consiguiente por el lector cuya voz reúne, juega, se regodea y repite la sonoridad del verso, que se vuelve así significante lúdico y poético: el niño zurdo de “Al Revés” invierte las palabras; la Rana Ana no puede pronunciar la A; el jinete Gago “…funde y confunde/ todos los vocablos./ Al cinto de la esdapa,/ sobre su callabo,/ para por el pueblo/ siempre soliratio.”; “El Mono” agrega sílabas que expanden las palabras: “Paseando en biciqueleta/ en el mes de feberero,/ un mono peretencioso/ tuvo un serio toropiezo.”; “El gavilán” y “Tontería” juegan con la acentuación de las palabras; en “Canción” se altera la sintaxis: “Termino el mi cuento/ por me despedir./ Ya cantando siento/ la mi madre al viento/ para me dormir.”
A su vez, las ilustraciones que entran en diálogo con estos poemas están compuestas por colores plenos, sin sombras ni bordes, personajes en un único plano, en los que la simpleza y lo despojado posibilitan lecturas profundas y múltiples. Los dibujos juegan con las letras (otra vez, como en la mesa de un taller de tipografía) y crean potentes significantes con los que el lector, como un operario, debe trabajar para construir sentidos.
Una estética de la irreverencia y lo lúdico; una invitación a experimentar con la música del lenguaje y las convenciones visuales; un recorrido que inquieta, que da trabajo, que no habilita un manso devenir pasivo por la palabra; un camino que esconde y descubre sorpresas, como ocurre con todo buen juego.
Carola Hermida