En el reino del quizás, por Esteban Valentino
En el reino del quizás, por Esteban Valentino
- 15 agosto, 2016
- Posted by: Jitanjáfora
- Category: Noticias
EN EL REINO DEL QUIZAS
Esteban Valentino
Salieri, en el cuerpo del actor Murray Abraham, se había quedado solo en el salón real. Amadeus, la película de Milos Forman, terminaba de mostrar la maestría de Mozart en una pieza breve que el genio alemán había desgranado ante el monarca con su habitual talento. Salieri temblaba de envidia ante lo que acababa de escuchar. En la soledad del cuarto su memoria recreaba la melodía que los efectos de Forman tenían la amabilidad de reiterar para el espectador. Paralelamente, el en la ficción rival de Mozart se iba explicando a sí mismo lo que su memoria oía, tanto como para justificar su intensa admiración, causa primaria de su odio, y de paso nos lo explicaba a nosotros. Y los legos como yo, receptores supuestamente casuales de las palabras de Salieri, aprendimos a mirar la música desde otro lugar, con otra atención, munidos de nuevas herramientas para abrir las infinitas significaciones de sus sonidos. El conocimiento nos había regalado oídos más atentos y allí estaban las notas para traducir en sensaciones y en ideas.
¿Por qué esta introducción de mi nostalgia cinematográfica? Porque si Salieri me ayudó a estar más atento y por lo tanto, por decirlo de alguna manera, más significador, pareciera que buena parte de la producción comunicativa de los encargados de llevarla adelante se orienta hacia el extremo opuesto del sendero de la recepción, es decir a la creación de mentes menos dispuestas a introducirse en los vericuetos más profundos que todo acto de creación auténtica conlleva.
Ya se ha hablado vástamente de la preeminencia que la cultura postmoderna le otorga a la imagen por sobre las diferentes variables de textualidad pero no estaría de más analizar un poco qué tipo de imagen es la que se nos brinda a nuestra consideración y a la de nuestros jóvenes.
La palabra clave parece ser “fragmentación”. Programas de televisión como “El Rayo” presentan un tipo de edición que hacen de la ruptura de la imagen un culto. Desde el encuadre de cámara de su conductora se busca quebrar la posibilidad de una mirada descansada, atenta a lo dicho y se intenta que el propio encuadre, la marcada distinción con el habitual, sea el protagonista. El pase de edición suele darse a reportajes donde la tendencia del segmento de apertura se potencia casi al infinito. Allí la cámara de video muta casi a una suerte de cámara de foto con rollo continuo. La textualización que acompaña a la imagen corre la misma suerte. Si Sigfried Schmidt define al texto como una organización enunciativa con eficacia sociocomunicativa está claro que los responsables del programa intentan alejar a las textualizaciones presentes de esa definición y por lo tanto de su misma funcionalidad.
La otra variante del programa o de otros en los que el epicentro gira en torno a la difusión de música es el videoclip, el gran estandarte de la fragmentación. La cultura postmoderna adolescentiza la producción de significación poniendo en el centro de las posibilidades de recepción una imagen clásica de la cultura adolescente como es el pastiche, haciendo de la mezcladora de imágenes la gran actriz de la isla de edición. La imagen perpetuamente quebrada se busca así adrede, la imagen indefinida, imposibilitada de un acercamiento atento, es el resultado deseado y, con previsible eficiencia, el resultado obtenido.
Así las cosas, la imagen nunca termina de afirmarse en sus posibilidades significativas. No hablamos ya de las tenues textualizaciones acompañantes, que cumplen una mera función de comparsas. Es la propia imagen la que corre una suerte similar. Si hay palabras que ofician como metáforas de ciertos signos de los tiempos, la voz emblemática de esas realidades comunicativas sería “quizás”. Obviamente, todo tipo de comunicación supone alguna variante de “quizás”, pero esto sólo funciona si el esperable receptor está instalado en algún “si” afirmador de su propia posibilidad resignificativa. Pero esto no es así. El espectador ha sido entrenado para que su propio “sí” sea una utopía. Porque lo que se ve no es tan definido como para decir sin dudas que es lo que se ve. Entonces el receptor se instala en su propio “quizás”, lo más cerca de la certeza que le permite la fragmentación. El resultado es casi tautológico: si al “quizás” natural de la comunicación propuesta se le suma el “quizás” del receptor la consecuencia no puede ser otra que un “no sé” epistemológico. Y un receptor que “no sabe” no puede establecer conexiones o plantearse intertextualidades porque para plantearse esos caminos hay que partir de la certidumbre. El quiebre de la imagen instala el “quizás” generador y el “no sé” receptor. Si semejante suerte corre la reina de la emisión comunicativa, la fortuna del texto no puede ser otra que, en el mejor de los casos, la misma.
Veamos otro ícono de la postmodernidad: la arquitectura. Uno de los edificios emblemáticos de la arquitectura postmoderna, el Hotel Buenaventura, en Los Angeles, del arquitecto John Puntman, continúa la ciudad naturalmente. Se ingresa por una entrada que no funciona como acceso al hotel sino a una galería comercial. Al hotel propiamente dicho se puede entrar por uno de los pisos centrales, en el que se ubica el lobby. Es decir, los límites entre el objeto y su entorno se difuminan, se desdibujan y pierden su función de demarcación. Los supuestos límites son de hecho límites falsos. ¿Dónde es posible entonces iniciar el análisis del objeto? ¿Dónde empieza el hotel? Si ese punto de partida es complejo de establecer no es difícil extender la misma indeterminación a las causas que produjeron la creación del objeto. Objetos, procesos se quiebran en su plasmación icónica y en su posibilidad analítica.
En la misma línea de interpretación podría fijarse la pasión hollywodense por las películas de asesinos seriales. La acción siempre sigue el mismo derrotero: apunta directamente al deseo del espectador para que se elimine al criminal y no se ahorran recursos estilísticos y tecnológicos para abonar esa tendencia. No cabe duda que una aproximación algo más aceitada podría preguntarse por las motivaciones profundas que hacen que una sociedad determinada cree tan a menudo asesinos seriales. Pero allí está el doctor Hannibal Lecter despidiéndose porque “tiene una amigo a cenar” y la ironía antropofágica tapa la perspectiva causalista. Como con el Hotel Buenaventura, no se sabe dónde empieza el delito y dónde la culpa social. Si “fragmentación” era la primera palabra de la lista, “indeterminación” debería ser la segunda.
Algo similar ocurrió con el atentado a las Torres Gemelas. Se estigmatizó hasta el hartazgo al síntoma terrorista y, salvo honrosas excepciones, nadie buscó las causas del desastre en el accionar del imperio americano. La cultura postmoderna en su imaginería, en su textualización, en su plasmación mediática, no estimula miradas severas, detenidas, radiográficas sino aproximaciones al síntoma. Allí está la intencionalidad dominante. Las imágenes del espectáculo del horror favorecieron, en una sociedad acostumbrada a la inmediatez, a respuestas sintomáticas.
Pero, ¿qué sucede con la recepción textual propiamente dicha, epicentro de nuestra atención?. Veamos.
Voy a recurrir a un ejemplo conocido por todos. Se da a conocer en Lector in fábula la siguiente frase:
Juan entró en el cuarto: “Entonces has vuelto”, exclamó María, radiante.
La frase está llena de lo que Eco describe como espacios en blanco para el albedrío de un lector completador. El artículo determinante en ausencia del indeterminante da la certeza de que el cuarto ya ha sido mencionado con anterioridad en el texto y que por lo tanto se trata de un cuarto conocido y no de un cuarto cualquiera, el adversativo “entonces” demuestra que María no esperaba el regreso de Juan, el calificativo “radiante” sugiere que pese a la poca confianza que tenía en ese regreso, lo esperaba con entusiasmo. Ahora bien, todas estas inferencias están por supuesto, en un estadio de existencia, digamos, suspensivo. Requieren, para su tránsito a la existencia activa, de un generador de significaciones que, a semejanza de Dios en los frescos de Miguel Angel de la Capilla Sixtina, le otorgué a Adán el Elan, el influjo que les dé vida. Ocurre que, a diferencia de los textos meramente informativos, la eficacia de los textos estéticos redunda precisamente en esa tarea que se le deja al receptor. Sin ella se reducen muchas veces a meros transmisores de situaciones, tal vez la menor de las funciones de la obra literaria. Pero así como llenar una planilla de contabilidad exige de un estudio previo, también llenar de significaciones los blancos textuales exige de determinados entrenamientos. Si la mente se ha entrenado en la fragmentación y el inmediatismo se detendrá en los significados elementales de las palabras y en la cadena semántica subsecuente como única portadora de la significación del sintagma. Dicho de un modo más crudo, nos estamos convirtiendo en una sociedad que lee lo que se le dice y traduce sin contenidos lineales esa misma textualidad. Nuestro entrenamiento como receptores -y muy especialmente el de nuestros jóvenes, los ciudadanos del futuro inmediato- se está reduciendo a comportarnos como no mucho más que una oreja captora de sonidos y de significados concomitantes. Cualquier sonido faltante será computado como ausente y por lo tanto imposible de ser resignificado. No es inimaginable la escena de un General Perón del futuro que muriera y de un previsible diario Crónica de ese futuro que titulara simplemente MURIO, como efectivamente sucedió el primero de julio del 74. Tampoco es impensable la escena de numerosos lectores de ese futuro quedando boquiabiertos, preguntándose quién murió ante la ausencia del sujeto oracional.
Obviamente, las consecuencias de un entrenamiento tal no son menores. Si la textualización inmediata pasa a ser lo que efectivamente se dice no es demasiado largo el sendero que hay que recorrer para que la textualización inmediata pase a ser lo que efectivamente sucede. Estaremos entonces en el reino más deseado por cualquier poder no democrático, aquel que establece una coincidencia total entre la historia oficial y la historia, entre la narración del hecho y el hecho. La palabra del poder será entonces la palabra y no será necesaria ninguna represión para imponerla como verdad sencillamente porque será creída desde la propia emisión. Recepción y resignificación serán sinónimos y la metáfora quedará en el territorio de las disfunciones mentales.
¿Estoy describiendo un escenario más cercano a la contrautopía que a la realidad posible? No lo creo. Quien sabe que habría sido de nosotros si en el momento en el que Dios se disponía a tocar a Adán con su dedo todopoderoso el Paraíso se hubiera dividido en cien Paraísos posibles y en cada uno de ellos el Señor tuviera a su disposición un Adán con la mano extendida.
Todo acto de creación -y el resignificado de cualquier clase de textualización lo es- exige atención y cuidado, no inmediatez e indeterminación. Los que pensamos que un pueblo con sus capacidades interpretativas a pleno son una idea por la cual vale la pena seguir luchando tenemos un rol que cumplir para impedir que esa idea muera.